Vie. Jul 26th, 2024

Homenaje vaguemio al eterno y queridísimo príncipe de la Corte, que se encerró en su máquina de escribir, resistiendo con feliz amargura no poder materializar sus ficciones en los 24 fotogramas por segundo del cinematógrafo, en la ciudad que desmesuradamente amó y odió, su calicalabozo que “tiene un embrujo rarísimo a base de montañas, cielos y mujeres”.

Story Line

Luís Andrés Caicedo Estela pudo por fin concretar ese 4 de Marzo en el edificio Corkidi de la Avenida Sexta, lo que deseaba hace mucho tiempo: descansar. Pero antes quiso contar su vida. Dejar obra en la tostadopolis salsera. Hablar de Cine, de su Calicalabozo, de sí mismo, con sus más íntimos mantras: «Uno debe tener un límite de días hasta donde se puede volver atrás, y empezar a comerse los días perdidos, para terminar con una deuda de mil y de allí en adelante vivirlos completos».

Voz en Off

Puede ser una tarde con estrellas
La tarde se parece a mí
Soy un hombre melancólico
Soy un poeta.
Cuando tenía 12 años fui a mi primera
fiesta y fue cuando me tocó bailar por
primera vez en mi vida. Me fue muy mal.
No me cogió el paso. Me dijo: no le
cojo el paso y me dejó allí. Y yo fresco.
Pero yo ahora pienso
que si me hubiera cogido el paso ahora yo
sería bailarín y no poeta.
Hay gente que puede ser poeta y bailarín
al mismo tiempo
Pero yo no puedo. Yo soy un hombre melancólico.
Puede ser la luna a mis espaldas.
Andrés Caicedo

Subjetiva de Cronista

Alguna vez leí en un epígrafe que «Los recuerdos son como perros vagabundos, nos rodean, nos miran, jadean, aúllan alzando la vista a la luna, querrías ahuyentarlos, pero te lamen ávidamente la mano y cuando les das la espalda te muerden».

Esos recuerdos ultradown me avasallan por estos días el alma, con el incesante despliegue de notas periodísticas, en su gran mayoría crónicas, artículos y entrevistas que homenajean a Andrés Caicedo (1951-1977), un febril creador suicida que se resiste a desaparecer del imaginario socio cultural juvenil, pues la vitalidad prolífica de su escritura, parece disfrutar en los últimos años, a través del género epistolar, de una especie de canonización y sacralización mediática la cual muchas veces raya en el oportunismo mercantil, tan propio de las élites y sus dinámicas fagocitantes, pero que realmente desconocen a Caicedo, como un autor que siempre cuestionó las convenciones y normas establecidas de su tiempo, hasta llegar a beber el néctar del ideal libertario del desclasamiento social, a través sus palabras tan caleñas, apuradas y cinéfilas, tan cercanas a la querida especie melómana del tropicalgotic.

Durante su corta existencia, Caicedo fue un avezado navegante y espíritu do it your self de las zonas temporalmente autónomas de la marginalidad literaria, alcanzando su suicida consagración con la publicación de su novela «Que Viva la Música», libro pionero en la narrativa urbana colombiana en términos de profunda ruptura a nivel de forma y contenido, inmortalizando a Cali, a la rumba que nos derrumba, a sus paisajes sonoros y lisérgicos a punta vinilos y demás sustancias de alterada reputación que habitan la siquis de nuestra violenta urbe festiva.

Ya me lo había advertido hace más de una década, en la Universidad del Valle, Carlos Patiño  —poeta y soldado voluntario del Ejército de Salvación del Rocknroll en Lokombia— Andrés Caicedo, como todo sujeto que accede a la celebridad se convierte, a su pesar o no, en un notorio ejemplo a seguir, al cual no lo queremos dejar descansar en paz con tanto culto e idealización semejante a la de rock stars como Kurt Cobain y Jim Morrison, escenificándose de manera explícita los deseos y la agresiva intencionalidad de la industria cultural en torno a la intensa publicidad que lo personal, lo privado, lo íntimo tiene en las sociedades actuales, (donde el Facebook es como el nuevo confesionario digital), lo cual muchas veces no permite otro tipo de lecturas más agudas y hermenéuticas que, en la delgadez de su riqueza, nos ofrecen pistas y claves para entender una de las obras literarias más sugerentes, inteligentes, vitales, trágicas, agresivas, divertidas y representativas de la segunda mitad del siglo XX en Colombia.

Los manuscritos caicedianos, guardados celosamente durante tantos años, y publicados a inicios del siglo XXI, por el grupo editorial Norma y Alfaguara, nos han regalado a sus lectores una estupenda polaroid introspectiva de sus anhelos, sueños y temores, sus peleas con la institución familiar, con la sociedad, con los valores morales y culturales, sus afectos, odios, desilusiones y desencantos con el séptimo arte, sus incesantes proyectos, su relación con las drogas, sus alucinantes visiones en el campo, sus fantasías sexuales, y sus depresiones sentimentales.

Todo un arsenal de variadas sensaciones que son vomitadas como un soliloquio de angustiante lucidez, hermosa honestidad y sublime sinceridad de una escritura que nunca dejó de combinar de forma esplendida la realidad y la ficción, la autobiografía y las trampas de la imaginación, la cinefilia y la obsesión perenne por la creatividad, su rechazo genuino al mundo adulto, y escupir sobre todo cuanto le pareciera una hipocresía del sistema, lo cual lo convirtió hace mucho tiempo en un autor referente del paisaje latinoamericano de la contracultura, y que perfectamente puede dialogar con los poetas infrarrealistas mexicanos que tan magistralmente supo retratar ese monstruo de las letras Roberto Bolaño en «Los Detectives Salvajes» , y en «El Espíritu de la ciencia ficción«, o la misma narrativa urbana de José Agustín conocida como literatura de la onda, donde los jóvenes son el magma exultante de aquellas décadas cuando las banderas de mayo del 68 se difuminaron por los principales núcleos urbanos del planeta trampa.


Revisitando un cadáver exquisito

Definitivamente el asfalto caicediano me convoca por estas fechas a surfear por el tropico cinèfilo, cruzar el río, sexta arriba, sexta abajo, buscando por enésima vez a los angelitos empantanados, a releer sus cuentos y relatos que me hicieron más divertidas las clases de español y literatura en el bachillerato. Me dan ganas de pillarme una película de vampiros o de vaqueros, ser voyeur de una pelea de pandillas, o drogarme en un cineclub con el cine arte de sus filmes predilectos: “Persona” de Ingmar Bergman, “Psicosis” de Alfred Hitchcock y “Lilith” de Robert Rossen. Mi curiosidad contracultural me motiva a charlar de nuevo con el esquizofrénico beatnik caleño Fernando Calero de la Pava, o ubicar al legendario Rey de la Corte, Charlie Pineda, para observar de nuevo su frenesí bailable en la gruta cuando suenan los acetatos de bandas como “The Animals“ y “The Rolling Stones “, que tanto le gustaban a Pepito Metralla Caicedo. Ja ja ja las carcajadas tiernas sobre el asfalto. ¡Agúzate que te están velando! Aguante el sentimiento afromestizo de la Calicalentura. Refundemos el valle de los hongos en Pance, con un carnaval caicediano, de libros, vinilos y pepas audiovisuales pa toda la galaxia. Que comience el aleteo, pues no hay código que nos pueda controlar. El Fuego sigue ardiendo en el 23. ¡QUE VIVAN LA MÚSICA, LA LITERATURA Y LA GALLADA CINEFILA EN EL PANDEMONIUM CALEÑO !

*Toda una serie de movimientos y expresiones culturales, regularmente juveniles, colectivos, que rebasan, rechazan, se marginan, se enfrentan o trascienden la cultura institucional. Y por cultura institucional se da a entender a la cultura dominante, dirigida, heredada y con cambios para que nada cambie, muchas veces irracional, generalmente enajenante, deshumanizante, que consolida al status quo y obstruye, si no es que destruye, las posibilidades de una expresión autentica, además de que aceita la opresión, la represión y la explotación por parte de los que ejercen el poder, naciones, centros financieros o individuos ( Jose Agustin, La Contracultura en Mexico. Ed Grijalbo, Mexico 1996).